Estrenamos nuevo colaborador. Nuestro querido Fabio Castaño, de Legado Hispánico, se une al cartel divulgativo de Gestas de España. Y lo hace conquistando los cielos con la historia de Santillana.
Por Fabio Castaño
Si algo tiene Aranjuez, además de huerta y un cosmopolita palacio real –envidia de media Europa–, es una intrahistoria que liga la sureña localidad de la comarca de las vegas a los inicios de la aviación española. Quizá, un atractivo solo en pugna con Alcalá de Henares; aunque la ciudad Complutense inició su vuelos un poquito después, con la aviación militar operativa.
Sospecho que leyendo esta introducción, más de un lector pensará que voy a referirme a la aventura de los famosos ingenios Montgolfier pero… no. Al menos no su totalidad aunque sí colateralmente a su peripecia.
En febrero de 1866 nacía allí, en Aranjuez, Antonio Fernández Santillana. Lo hacía 73 años después de que sobre los tejados ribereños de la ciudad, se elevara en globo (Montgolfier, claro) Vicente Lunardi logrando llegar a la villa de Daganzo.
Santillana era el cuarto de nueve hermanos y su dedicación pasó por trabajar el corte y confección; era sastre. Curioso devenir siendo el resto de sus hermanos varones picadores taurinos (y de fama por entonces). Pero la moda tira y más en aquel tiempo, proclive al buen vestir por lo que el bueno de Antonio emigró a París buscando inspiración y expectativas tras cumplir con el servicio militar.
Se dice, se cuenta… se rumorea que no se le dio nada mal y abrió un taller y boutique para mujeres en la calle Richepanse de la capital gala que poco después trasladó a Niza por motivos familiares.
Decían que a Santillana le gustaba el deporte y tenía al motor (incipiente en aquel entonces) como una verdadera pasión. No a la altura de su profesión, pero casi. A esto contribuyó notablemente el despertar aeronáutico de los Wright y aquellos “locos cacharros” que llamaban tanto la atención de propios y extraños. Por supuesto, nuestro amigo arancetano no tardó en atraerse la amistad de aquellos inquietos aeronautas, exponiéndoles la posibilidad de trabajar juntos para crear algo que deslumbrará al gran público.
Y el destino hizo su parte. Hacía 1908, Santillana ya estaba construyendo su propio aparato. Podría decirse que relativamente rudimentario pero sofisticado y con –no está nada mal– 25 CV de potencia para un peso “pluma de ganso” que guardaba formas mixtas entre el ingenio de los Wright y el aeroplano de Santos Dumont (sí, es el Dumont de los relojes Cartier). Tras bautizarlo con su propio apellido estuvo listo para participar el gran festival aéreo de Mónaco, en el cual sólo un aparato de ¡36 inscritos! logró superar la prueba de vuelo.
El de nuestro protagonista, si bien efectuó una más que solemne pasada por la Costa Azul, hubo de bajar más pronto de lo deseado el morro. ¿Desánimo esto al pionero Santillana? ¡No, nada más lejos! Pocos meses después –tras algún que otro retoque– ya estaba inscrito en otro gran festival: el de Champagne. Ahí blandía la crème de la crème aventurera alas, timones, y palas de rotación.
En esta ocasión su biplano lo pilotó Leon Bathiat, que era un conocido conductor de bólidos. Y sí, la muestra fue mejor que en Niza, pero tampoco podemos decir que sobresaliente. Ya no bastaba con retocar: había que fabricar de cero algo que dejara boquiabiertos a todos y ese trabajo tuvo su recompensa: a finales de 1909, el Aero Club de Francia montó una gran exposición de aeroplanos y allí, en ese impagable escaparte recibió, además de la profusa admiración de decenas de ingenieros, la felicitación de Presidente de la República francesa, Armand Falliéres que, como bien decían las crónicas, quedó prendado. Eso, amigos, ¡ya era otra cosa!
Antonio no perdió ripio. Prácticamente estaba en la cresta de la ola. Quienes coincidieron con él en aquellos días le recordaban muy ilusionado por la repercusión que estaba alcanzando en medios especializados y círculos influyentes de la burguesía europea, los cuales siempre estuvieron ampliamente receptivos a su capacidad creativa y al hecho (no hay que olvidarlo) de seguir, por entonces, siendo un modisto femenino muy cotizado. Una mixtura exótica, desde luego.
¡En fin! Su ánimo contagiaba a otros muchos aviadores deseosos de medir sus biplanos al del arancetano. Y a pesar de que no pudo volar en el siguiente festival (Blackpool, Reino Unido) por diferentes vicisitudes, Santillana siguió afanado en sublimar sus ideas hasta dar con el “pájaro” definitivo. Ése que, además de un diseño refinado hasta la euforia, atesoraba una cinemática Antoinette de 65 CV.
Con esos mimbres y el orgullo de quién se sabe esforzado, el 7 de noviembre de 1909, el inventor español alcanzó su meta: se aupó 22 metros sobre el pintoresquismo arquitectónico de la Costa Azul en un vuelo corto, pero que supo a leyenda.
Poco antes de navidad, Santillana fallecería en un vuelo de prueba que efectuó con su propio biplano. Fue, a tenor de lo que nos dice la historia, el cuarto aviador que perdió la vida cuando se estaba forjando el futuro de unas sociedades ávidas de conquistar el aire. Su muerte fue un shock en gran parte de Europa, pero muy especialmente en la Francia que le había visto crecer como un ingeniero sin parangón. Prueba de ello fue el impresionante entierro que tuvo lugar en Niza, en el cual, además de su familia, estuvo el Prefecto del Departamento de los Alpes Marítimos, delegados del ayuntamiento y representantes de importantes instituciones del país.
Largo recuerdo al que recogió la impronta aérea de Aranjuez, enamoró al país galo y sedujo a Europa con hilo y aguja; alas y hélice.
Fuentes:
Antonio Fernández Santillana: constructor de aeroplanos y aviador.
Julio Rodríguez Carmona
Antonio González-Betes
Ed. Ineco / Aula Carlos Roa.
Real Academia de la Historia: entrada sobre Antonio Fernández Santillana.
Real Aero Club de España. Entrada sobre el centenario del fallecimiento de Antonio Fdz. Santillana.