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Fruto de la más absoluta vagancia, convencidos y valientes caraduras justifican la inteligencia artificial como la esperanza misma del ser humano. De nuevo la máquina, y ojo a esta máquina, como tótem absoluto de nuestra frustración. Ya no sólo se trata de dinámicas mecánicas y de manipulación. No, ahora se trata de pensar, de desarrollar razonamientos y creaciones. Utilidades aparte, que las hay, ese “que piensen otros” ha conseguido por fin su victoria más definitiva.

Los avances en el desarrollo de la inteligencia artificial son innegables y sin lugar a dudas evidencian la sustitución paulatina del ser humano, que podrá disfrutar su miseria con muchísimo tiempo libre. Ya la hemos visto escribir códigos, realizar diagnósticos médicos, involucrarse en el juego y las apuestas, e incluso desarrollar guiones, trabajos post grado y artículos de opinión.

El hombre comienza a ser perfectamente sustituible y su alma y esa cosa perversa llamada ética es sólo un molesto incordio prescindible. Quedamos pues emplazados para darnos cuenta de que la Historia ha tirado por los suelos semejante afirmación una y otra vez. Personalmente el episodio histórico que más rotundamente evidencia para mi la soberanía del ser humano sobre la tecnología ocurrió en el año 1966, en aquel episodio bautizado como el “Incidente de Palomares”.

El 17 de enero, cerca de las diez y media de la mañana, Paco, un pescador que faenaba frente a la localidad almeriense de Palomares, vio cómo caía del cielo un contrahecho paquete blanco … y luego planeaba silenciosamente hacia el mar de Alborán. Algo le colgaba debajo, aunque el hombre no podía definir qué era. Eso sí, marcó perfectamente el lugar. Luego, el paquete desapareció bajo las olas. Al mismo tiempo, en tierra, los pobladores de esa pequeña aldea de pescadores veían una imagen muy diferente, a pesar de estar viendo el mismo cielo: la de dos bolas de fuego, dirigiéndose hacia ellos. Dos aviones estadounidense, un bombardero B-52 y un avión tanque de combustible habían estallado en pleno vuelo cuando éste ultimo procedía a repostar al B-52. Su letal carga de cuatro bombas termonucleares caían también con ellos. Eran los tiempos de la Guerra Fría total y sin complejos.

Tres bombas se recuperaron rápidamente en tierra, pero una había desaparecido en el resplandeciente horizonte azul en el sureste, perdiéndose en el fondo del Mar Mediterráneo. Se había activado la caza para encontrar la bomba, y de paso su ojiva nuclear de 1,1 megatones: el equivalente a 1.100.000 toneladas de TNT.

La todopoderosa Armada norteamericana empezaba a patrullar las aguas de la costa de Palomares con varias naves y dos submarinos. Los más selectos y vanguardistas equipos electrónicos rastreaban los fondos a la búsqueda de aquel ingenio destructivo. Pero no aparecía la dichosa bomba. Mientras tanto, Paco,  Francisco Simó (al que apodaron «Paco el de la bomba»), insistía con firmeza y humildad…”sé donde está la bomba”. Y por supuesto, la Armada de Estados unidos no le hacia ni puñetero caso. Días y días de rastreo y gastos millonarios convencieron a los americanos para que además del sonar y demás hicieran caso a Paco. “Me pagaban 8.000 pesetas por jornada, algo más de lo que conseguía pescando. Lo repartía con mis tripulantes», contaba Paco toda vez que terminó contratado por la Armada USA como sherpa marino. Y como no podía ser de otra manera la bomba fue localizada e izada finalmente el 7 de abril, sumergida a unos 750 metros de profundidad, donde Simó siempre había señalado. Paco había triunfado donde la tecnología se veía atrapada. “Paco el de la bomba” había hecho su marca visual y todo aquel despliegue submarino sólo pudo confirmar  su acierto. El ser humano sigue ahí siempre y merece la pena hacerle un poco de caso.