Compartir:

Cincuenta metros de profundidad desde la superficie a los bosques coralinos que trufan los lechos de las Islas Cíes y veinte habiendo pasado el puente de Rande; enfilando proa hacia la isla de San Simón, otrora lazareto marítimo durante el siglo XIX.

La Ría de Vigo —fiordo celta del Atlántico y cuya fachada portuaria es un calco caprichoso de la de Valparaíso— es una lengua de mar que atrapa sin apenas haberse presentado. Quienes hayan tenido el privilegio de dejarse embriagar por el fulgor de sus aguas, fijando su mirada a través de las ventanas de un tren que llega o marcha de la ciudad olívica entenderán, seguro, estas palabras. La pregunta entonces es, ¿por qué esa sugestión?¿Qué tiene aquella bahía para adueñarse de nuestras retinas sin apenas pelear el podio —ampliamente disputado— de los paisajes españoles?

Lo que posee la ría es una historia que, bajo sus aguas, sorprende por la singularidad de algunos de sus hechos. No pocos se remontan a un tiempo de asentamiento y comercio en sus riberas por fenicios o romanos. Y muchos otros, como no cabría dudarlo, tienen el ancla echada en nuestros días. Pues bien, quien aquí escribe os hará una elipsis propia de Indiana Jones. Hablaré de galeones y nazis. Sí, sí, como leéis.

Empecemos por los galeones: 23 de octubre de 1702. Nos encontramos en el marco de la Guerra de Sucesión Española. El inquieto graznido de las gaviotas presagiaba movimiento. Fondeados en la bahía viguesa podía verse una enorme formación de naves, en su mayoría poderosos navíos agaleonados. Era la Flota de Nueva España con una nutrida escolta francesa. El día anterior, doblando el archipiélago de las Islas Cíes, había aparecido en el horizonte una vasta escuadra anglo-holandesa que, mandada por sir George Rooke, llegaba a Vigo persiguiendo infatigablemente aquel convoy español. No le culpamos, Rooke sabía del enorme tesoro de Indias que cargaban las naves en sus bodegas.

Conerlis Berveek. Galería Nacional de Londres. s. XVII.

La oficialidad franco-española —con el almirante Chateau Renault al frente— sabía que el asalto enemigo iba a ser inminente. Por ello prepararon la defensa de la flota junto a la de la propia ciudad con el príncipe de Barbanzón, capitán general de Galicia. Se artillaron todos los fuertes y se realizó una estacada de troncos, cadenas, palos y mástiles en el estrecho de Rande para evitar el paso de los ingleses al refugio de la flota de Indias. Pero la combinada anglo-holandesa lo tenía claro. El ataque fue fulgurante y bien planificado: desembarcaron una enérgica fuerza de infantería y tomaron por tierra los diferentes fuertes de Teis y Corbeiro anulando la defensa artillera. Pocas horas después el navío “Torbay” lograba atravesar la estacada flotante. Comenzó así un brutal tapiz de metralla entre ambos lados de la ensenada dando forma a un manto de fuego indescriptible que no tardó en teñir el mar de rojo escarlata y el vasto bosque de velas en un naranja arenisca mientras las astillas —millones de ellas— volaban alrededor del estrecho y San Simón.

Se dice —es más que un rumor— que con los barcos que se fueron a pique sucumbieron también importantes cantidades de plata, oro y joyas del Nuevo Mundo. Y en este punto, no es excesivo el hecho de pediros que imaginéis reales de a ocho, lingotes de oro y esmeraldas brillando mientras se precipitan por los aires antes de caer al fondo del mar; acompañando el aullido de los bajeles que hundían sus esloras irremisiblemente entre blasfemas, alientos esforzados y balas silbando.

¿Demasiado esfuerzo imaginativo? Quizá sí para los que saben que el gran tesoro americano fue descargado prácticamente en su totalidad días antes siendo transportado hasta el Real Alcázar de Segovia. Pero, hete aquí la sorpresa: ¡Claro que hubo una enorme fortuna que se fue al lecho de Rande! La razón estriba en que lo que se desalojó de las naves era el montante oficial registrado. Concretando más aún: la carga que el virrey Sarmiento de Valladares sabía que iba rumbo a España. Pero en aquellos barcos, como en todos los que anualmente cruzaban el océano en la Carrera de Indias, iba una cantidad nada desdeñable de riqueza sin declarar. En otras palabras: contrabando.

Precisamente, de toda esa suma, la flota de Rooke hizo rapiña y, precisamente, esa misma avaricia, les hizo perder hasta el último rubí. ¿Qué cómo fue posible? Nos dice la historia que los ingleses cargaron todo lo que pudieron en un navío capturado: el Santo Cristo del Maracaibo —hoy sabemos que ese buque era en realidad el Nuestra Señora del Rosario—, y que por tener mal estibada la mercancía, la nave naufragó frente a las islas Cíes yéndose a pique con lo que prometía ser una entrada más que digna en Londres para el bueno de Rooke. Caprichos del destino que dan para otro artículo.

Esa plata… ese oro y esas joyas que la Corona no salvó y que los ingleses perdieron son, solo quizá, el embrujo rutilante que hace de la ría un lugar mágico y dichoso en aventura. ¿De qué, sino, iba a abastecerse el Nautilus del capitán Nemo a la bahía de Vigo? Porque lo sabéis, ¿verdad? En la legendaria novela de Verne, el submarino más famoso de la literatura universal recala en Rande para recoger piezas del tesoro y poder comerciar a lo largo de sus grandes travesías. Esta es la razón de que el escritor francés tenga un monumento frente al puerto y de que su capitán de novela tenga otro que juguetea con la marea a orillas de San Simón.

Y hablando de submarinos, ¿cuántos sabíais que los U-Boots del III Reich recalaban en Vigo? Asombroso, desde luego. Y os cuento más:

Hay constancia de, por lo menos, nueve casos en los que “los lobos grises” de la Kriegsmarine navegaron bajo la superficie de Rande. Entraban en la bahía para repostar pues vigilaban las aguas de Finisterre —además de cargar wolframio en La Coruña— ya que tenían encomendada la misión de controlar y hundir el tráfico mercante británico en sus rutas hacia América, el Mediterráneo y África.

Ni que decir tiene que el puerto de Vigo era un hervidero de informantes y salones de contraespionaje. Hasta no hace mucho quedaban aún testigos que, a lo largo de los años cuarenta, vieron submarinos alemanes parar máquinas en la desembocadura del río Verdugo y nazis embarcados en lanchas para llegar a la mansión de un rico potentado del Führer, el varón Von Haise. No era el único: innumerables mandos se refugiaban también en el domicilio de Otto Gardtzen Boyé, quien siendo en origen un exiliado de la República de Weimar, se volvió colaboracionista del Reich. Aún queda, de hecho, y a tan solo 22 metros de uno de los galeones de la plata, un cargadero de hierro con el que Boyé enviaba material a Berlín.

Pero si había un lugar por excelencia en el cual las tripulaciones de los U-Boots podían estar al abur de un buen abrigo ese era, sin lugar a dudas, el Colegio Alemán de Vigo; fundado en los años veinte y transformado durante la Segunda Guerra Mundial en un auténtica comandancia del almirantazgo nazi.

Lo cierto y verdad es que, si a uno le gusta la historia y la mar, elaborar un lienzo en el que dibujar a los temibles U-Boots acariciando los restos de un sinnúmero de poderosos galeones salpicados de alhajas es, como poco, evocador. Julio Verne no llegó a conocer la segunda parte, pero tengo seguro que habría sido lo más parecido a un guión de Laurence Kasdan para, tal y como decía al comienzo, Indiana Jones.

Hasta aquí, de momento, el viaje por la ensenada que, a un servidor, le place haber descrito como la más cinematográfica y novelesca de cuantas haya podido contemplar.

Fuentes

Los Galeones de Vigo.

Autor: Yago Abilleira Crespo

Editorial: José Ramón Patiño Gómez.

La Batalla de Rande.

Varios autores.

Editorial: Cascaborra ediciones.

Los Tesoros de Rande

Autor: Ramón Patiño Gómez

Editorial: RP Ediciones.

Galicia en Guerra.

Autor: Eduardo Roland.

Editorial: Xerais.

Lobos acosados.

Autor: José Antonio Tojo Ramallo

Editorial: Laverde.