Lipizano es una palabra que retrotrae a imperio. Que suena a traje de varias piezas y arquitectura de ornato. Afinando más diríamos que sugiere viajar por Centroeuropa. Quizá por Austria. Y ya que se está… un paseo por su capital, la deslumbrante Viena. Os convido a que el camino no sea sobre ruedas sino a lomos de un caballo: un caballo lipizano. Un caballo con mucho gen español en sus venas. Su historia y el porqué es una de las razas más portentosas y especiales del mundo para la doma clásica es tan curiosa como desconocida. Os contaré la crónica de cómo se llegó a su génesis así como a la fastuosa y sofisticada Escuela de Equitación Española de Viena. Y os lo contaré —por acotar— hasta la llegada de Napoleón. Veréis…
Nos situamos en los albores de la Edad Moderna y en Alcalá de Henares, pues allí nació Fernando de Habsburgo, al alimón, hermano del que sería César de la Cristiandad, Carlos V. Como seguro sabéis, ambos, como sus cuatro hermanas, vástagos de Juana de Castilla y Felipe (al que llamaban “el hermoso”).
En 1521, mientras Carlos V limaba serias asperezas en España —porque el flamenco llegó un pelín crecido de soberbia—, Fernando ponía rumbo al Sacro Imperio para hacerse con la regencia de los cinco principales ducados que los Habsburgo tenían allí. Y el alcalaíno, hombre de gustos muy bien definidos, decidió que sería una más que estupenda idea llevarse a los paisajes que riega el Danubio una yeguada española.
Al poco de instalarse —Fernando ya se quedaría allí como futuro Emperador— se montó un primigenio establo y picadero en la localidad de Lipica (antes una gran Austria y ahora Eslovenia). Aquellas instalaciones se fueron complementando con una preponderante residencia para el propio monarca que, sin embargo, nunca llegó a usar. Ya se sabe: mucho que atender y poco tiempo para aficiones. ¿Qué pasó entonces? Pues que al fallecer Fernando en 1564 aquel espacio engrandeció el de los equinos aun teniendo aquel complejo una pronta mudanza fijada en el horizonte a Viena, donde quedaría el stallburg: las cuadras de la corte, que se levantaron a tenor de unos planos trabajados en España. Esta es la semilla primigenia de la Spanische Hofreitschule y el “imperio del caballo español”. ¿A qué sueña bonito?
Ahora vamos a lo mollar: el hijo y sucesor en la región Centroeuropea, Maximiliano II, pero muy especialmente el archiduque Carlos (su hermano) fueron quienes, viendo las posibilidades de lo iniciado, se lanzaron a la compra de más caballos con el propósito de mezclarlos con la raza de tiro que, en origen, procedía de la región del Kars y que ya eran célebres desde los tiempos de Roma.
Ambos, como digo, quedaron prendados por el brío, la armonía y el ánimo de los corceles “fernandinos” pero, Maximiliano, además, había pasado algún tiempo de juventud en Valladolid, maravillado ante los potros del rey, Felipe II, por lo que su cariño y empeño a la idea de un picadero de alto rendimiento para la Corte vienesa tuvo un especial énfasis. Tanto fue así que de regreso a Austria ya llevaba consigo algunos ejemplares andaluces que estabuló en Reengasse antes de llevarlos al stallburg de Viena.
De este modo, a través de Hans Kevenhüller (embajador plenipotenciario de Felipe II, que mandaba mucho porque sabía y porque podía), se enviaron a Austria corceles andaluces por importe de 5.726 florines. Como veis, nada de miserias. ¡Había poderío! Y con el cruce de razas aquello comenzó a coger solera. De hecho, fue a partir del siglo XVII cuando se extendió por Europa la particularidad y fama del caballo lipizano —vigoroso, atlético e inteligente—, así como las virtudes adheridas a su doma; únicamente enseñada por los Obristen Stallmeister, herederos naturales de los profesionales españoles que llegaron al Imperio con Fernando. Don Pedro de Córdoba y
Don Pedro Laso de Castilla fueron dos de esos primeros caballerizos mayores.
Todo cortesano —ya fuera de Austria u otro país— que quisiera deslumbrar en el juego político, había de conocer el arte de la equitación “a la española”. Y fijaos en la intrahistoria… A esos cortesanos y burgueses europeos que pasaban por la Alta Escuela austríaca o caballerizas que se miraban en el prestigio de la primera se les conocía, precisamente, con el sobrenombre de “caballeros españoles”. Sintomático, aunque normal también, pues era España el país con más influencia internacional entonces.
Con los sucesivos emperadores alemanes, especialmente los que llegaron tras la cruenta Guerra de los 30 Años, las cuadras lipizanas continuaron adquiriendo fama y conforme a ello, Leopoldo I —verdadero hacedor de Viena como capital política y social de los Habsburgo y muy aficionado a la cría caballar—, tomó la decisión de dotar con más fondos al picadero. Esto derivó en crear un edificio palaciego con un marcado estilo barroco en el corazón metropolitano y frente a la residencia imperial de Hofburg. Allí, tras cuatro años en los pastos de los montes medios, los mejores sementales “crudos” marchaban a la capital para transformarse en bailarines de la Alta Escuela. Y nos cuenta la historia que con uno de ellos, el propio Leopoldo I, corveteó e hizo levadas frente a su nueva esposa en los fastos de boda. Esposa que era tan española como el caballo que montaba, pues se trataba de doña Margarita Teresa de Habsburgo, hija de nuestro “rey planeta”, Felipe IV.
Además de ello —y aprovechando el gran mecenazgo del emperador— la flamante construcción fue jalonada con importantes obras de arte; piezas inherentes al profuso intercambio de bienes que solían tener los dominios polisinodiales de la Casa de Austria. Lamentablemente, el país, durante el siglo XVII, no sólo hubo de hacer frente a la Guerra de los 30 Años, sino también al larvado conflicto contra los turcos, cuyo empuje desde los Balcanes a punto estuvo de hacer sucumbir la capital de los Habsburgo en el último tercio de la centuria. Debido a ello, las instalaciones hubieron de ser reconstruidas y, así, ampliadas hasta la sublimación misma de la pomposidad. Los caballos, en su mayoría, también se perdieron.
En este momento entró en escena Luis Tomás de Harrach. Embajador ordinario en Madrid y el mejor representante del Nápoles español —de hecho fue virrey— en la órbita austriaca. Resulta que Harrach tenía una pequeña hacienda en Halbthurn (Austria) con caballos andaluces y napolitanos que Carlos VI, ávido de recomponer la reputación de la raza y la escuela de doma compró en su conjunto, además de hacerse cargo de una yeguada a tal efecto.
Adquirido lo principal para crear un nuevo linaje, Josef Emanuel Fischer von Erlac, fue el arquitecto al cual el emperador le encargó el rediseño del picadero palacial. No obstante, el edificio lo terminó su hijo tres años más tarde siendo su magnificente resultado el que hoy día, propios y extraños, ¡curiosos todos!, pueden contemplar viajando a Viena.
Allí, a lo largo del siglo XVIII y bajo un paraguas de fogosa elegancia, se celebraron algunas de las más suntuosas fiestas de Europa en una exaltación del ritual cortesano y el arte militar; ambos aspectos recogidos de lo que la Escuela ayudó a consolidar desde su fundación: la representación artística ecuestre del príncipe a caballo, que se transformó en una síntesis ideal del gobernante moderno.
Si os estáis preguntando en qué punto de la historia pudo alcanzar la escuela su más alta cota de competitividad y enaltecimiento, ese momento fue, sin lugar a dudas, con el ascenso al trono de la emperatriz María Teresa —gran amazona, por cierto—. Los ballets de corceles cabrioleros bailando al son de suntuosas orquestas y candelas rococó rozaron la más bella concepción caleidoscópica jamás imaginada. Aquel fue el contexto más vívido para los grandes ceremoniales. Buscando siempre, entre pompa y gloria, vínculos cada vez más sensitivos entre la rectitud, la sumisión y la elegancia de un todo (jinete y animal) forjado para ofrecer la máxima complicidad en sus cadencias teatrales.
Cuando a finales del “siglo de las luces” llegó el advenimiento de las revoluciones, siendo la francesa el inicio de todas ellas, todo el carrusel festivo sufrió vacilaciones. Aguantando el tipo, si bien es verdad, pero ya sin una etiqueta tan reconocible. De tal forma que con Napoleón sacudiendo el Continente se hizo necesario tener una disponibilidad mucho mayor de jinetes de guerra, lo que degradó la equitación clásica en pos de una doma más práctica.
Paradójicamente —cosas de un siglo XIX erigido en “canto de cisne”—, mientras la Alta Escuela vienesa sufría sus días más grises nacería otra, precisamente en Francia, y con la vocación de formar a los oficiales de alto rango en caballería estatal: la Cadre Noir, ubicada en el valle del Loira. Hoy transformada en el Centro Nacional de Equitación y, como la entidad austríaca, en plena vigencia para exhibir, como si de un viaje en el tiempo se tratase, un arte intangible y extraordinario. Un arte español y muy europeo.
Fuentes:
Escuela Española de Equitación de Viena.
Werner Helmbrrger.
Editorial Escudo de Oro.
El caballo andaluz y la escuela de equitación de Viena. (PDF).
Xabier Sellés Ferrando.
La Equitación y el Salto de Obstáculos
Enrique Martínez de Vallejo y Manglano.
Editorial Ministerio de Defensa.