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Nacido en Granada, en 1526, todo hacía presagiar que la vida de Álvaro de Bazán no pasaría desapercibida. Los augurios se sustentaban en la gloria alcanzada por su abuelo, sirviendo a los Reyes Católicos en el último tramo de la Reconquista. También en su renombrado padre, que había participado en la Guerra de las Comunidades y que aún habría de marchar en la expedición a Túnez comandada por Carlos V, en 1535. Pero las andanzas de sus antepasados no igualarían las empresas de este granadino tan apegado al Mediterráneo como a la Monarquía en la que, por entonces, nunca se ponía el Sol.

Primeros años de Álvaro de Bazán

Desde la adolescencia, y tras adquirir una formación humanística acorde a su tiempo, mostró predilección por el mar. Atesoró conocimientos y experiencias a través de su padre, bajo cuyo mando estuvo en la sonada victoria de Muros, en 1544, donde la que la flota española demostró su poderío a la francesa. Y rubricó la fama de precoz que lo recubría convirtiéndose, con apenas 20 años, en el encargado de proteger a España de los corsarios que amenazaban sus aguas.

Desde entonces, siendo nombrado Capitán General de la Armada, 8 años después, en 1554, y despuntando, definitivamente, durante la década de los sesenta, cosechó innumerables victorias Se le comenzó a conocer como “el invicto”, apodo que, sin lugar a dudas, le hacía justicia.

El Invicto Álvaro de Bazán

Si ya había demostrado su capacidad para batirse en escaramuzas frente a corsarios berberiscos y ante ingleses y franceses, grandes enemigos del Imperio, fueron sus intervenciones en la “guerra fría” entre la cristiandad y los otomanos las que lo llevaron a pasar a la posteridad. La primera acción de esta índole que comandó tuvo lugar en la isla de Malta, en 1565. El socorro que brindó a los sitiados puso en duda el mito de la infalibilidad en alta mar de los turcos, y sentó las bases de “la más alta ocasión que vieron los siglos”. 

El enfrentamiento en Lepanto, el 7 de octubre de 1571, entre una Liga Santa formada por, entre otros, España, Venecia y los Estados Pontificios, y la flota otomana, marcó el devenir del continente europeo. El heroísmo de un sinfín de hombres durante la refriega, y especialmente el mostrado por Juan de Austria, no debe hacernos olvidar que de no ser por la crucial intervención de la retaguardia que comandaba Álvaro de Bazán el resultado hubiese sido otro.

Su aparición en el flanco izquierdo cristiano, primero, para limitar la movilidad de las naves del sultán, y la manera en la que apoyó a “La Real” (el buque insignia español) en el área central, después, decantaron el resultado final del enfrentamiento. La eficacia mostrada, mandando apenas 30 galeras y algunas embarcaciones menores, fue digna de elogio. Pero, impermeable a los parabienes, retomó a los vientos marinos en cuanto tuvo ocasión, victoriosamente de nuevo, en la campaña de Túnez.

El siguiente gran episodio de su carrera tuvo lugar en Portugal, aplastando en el estuario del Tajo, en 1580, a quienes se resistían a la unión con la Corona española. Los rescoldos opositores, refugiados en la isla de Terceira, en el archipiélago de las Azores, disfrutaron un par de años de recursos franco-ingleses. Hasta que en 1583, y tras un intento abortado el año anterior, dirigió el transporte de miles de soldados que, fácilmente, ocuparon la ciudad.

Fin de la epopeya de Álvaro de Bazán

El epílogo a tan formidable carrera lo debía conducir a través del Atlántico hasta las islas británicas. Hasta allí, tras insistirle al monarca sobre la idoneidad de instaurar a María Estuardo en detrimento de Isabel I, partiría una armada inigualable. A partir de 1586 los preparativos se pusieron en marcha, pero la celeridad que demandaba Felipe II contrastaba con una falta de medios alarmantes. Álvaro de Bazán no cesó de solicitarlos, exasperando al paciente Rey, que valoró su cese. Este, no obstante, nunca llegó, ya que la muerte puso fin a la epopeya del señor de los mares en febrero de 1588, quedando huérfana la armada de su principal sostén.



Bibliografía sobre el pesonaje