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Aunque, vamos a ver, ya se sabe que la Historia de España es muy complicada de resumir hasta para poder darla en los coles. Para ser estudiada. Es lo que se dice, ¿no? ¡Que además no sabemos ni cuándo empezar a contar!

Un medievalista llegó a decir que «El Estado español, tal y como hoy lo conocemos, nace en 1978». Y algún politólogo señalaría que hay existencias previas de Francia o Inglaterra por sus reinos y capitales pero no de España. ¡Qué cosas! Me da que hay quien confunde la historia de estos lares hispanos (y prehispanos, o sea, ibéricos), con la nación que surge de 1810; otros, con la realidad que sale de los Decretos de Nueva Planta de Felipe V a partir de 1706; y hay, como don Julián Marías, que nos refiere a 1474 con el matrimonio de aquellos reyes católicos Isabel y Fernando, cuyo espíritu imperó para lograr la unidad de este maremágnum de reinos y banderías en que se había convertido esta península meridional y oriental, de Europa. Una balsa de piedra (Saramago dixit) que oteaba al océano donde le esperaba su destino, unida por unos Pirineos donde otros europeos miraban con soberbia y desprecio indicando que ahí comenzaba África.

Y lo que comenzó hace miles de años fue las historias de los habitantes de lo que los griegos llamaron Iberia (que dará nombre a la península), los romanos Hispania, (cogido de los fenicios, que son los migrantes más antiguos llegados), y ahora todos conocen por su derivación fonética: España. ¿Y había gente en España antes de ser España? ¡Anda que no! Fenicios, griegos y romanos, los primeros turistas que vinieran a coger sitio ya previendo cómo se iba a poner de sombrillas la costa del Mediterráneo, desde el estrecho donde estaban las columnas de Hércules, hasta esos puertos septentrionales de Rosas y Ampurias, se toparían, entre otros, con turdetanos, ilergetes, vacceos, layetanos, astures, carpetanos, vetones, lusitanos, cántabros, berones, várdulos, vascones, autrigones… y algunos gaditanos de los de Tartessos que aún quedaban dándose a las tortillitas de Camarones y a las imágenes sonrientes, cuando los de Cartago vinieron también a fundar Cartagena, haciéndose hueco entre todo este jubileo de los que estaban y los que arribaban.

El caso es que, desde Argantonio hasta Felipe VI, estos pagos han sido un no parar de acontecimientos, ¡para qué negarlo! Dándose la del pulpo en una costumbre que arraigó mucho, y aquí que la disfrutaron cartagineses y romanos en Numancia y Sagunto; romanos contra todo pueblo que no quisiera disfrutar de una conquista como Júpiter manda (dos siglos de darle al gladio desde Escipión hasta Augusto); y hasta romanos contra romanos, como aquella entre Sertorio y Pompeyo, inaugurando oficialmente las tradicionales y atávicas guerras civiles locales. Una vez romanizado todo, Hispania fue más romana que Roma, y una alegría de provincia que proveía desde aceite hasta vino, pasando por el oro que aún no han devuelto. ¡Pero es que a ver si los acueductos y las termas públicas, los teatros y anfiteatros, se pagan solos!

Resultaba tan grata esta diócesis hispana que hasta emperadores diera como los Trajano, Adriano y Teodosio. Y cuando ese imperio comenzara a hacer aguas por sus fronteras del norte, acabarían llegando los suevos, los vándalos, los alanos… los visigodos en general. Toda una panoplia de escandinavos y germanos que se instalarían a partir del 411 y convertirían en un reino más o menos unificado, toda la península ibérica. ¡Y a comenzar la lista de reyes! Ataulfo se independiza en Barcelona (¡ya estamos!) de Roma, y entre los 33 listados descollará Leovigildo dando caña a cuanto pueblo fuera de independiente, qué se habrán creído, y su hijo Recaredo, que se encargará de unificar política y religiosamente algo que cada vez era más España. Sobre todo porque la tradición cainita era ya costumbre inveterada entre los godos que andaban con más miedo a un familiar, que el que se tiene a un cuñado en Navidad. De hecho un sarao de componendas familiares mal avenidas es lo que hizo traer de invitados, en el 711, a unos señores del sur, algo mahometanos ellos, que vieron que no fuera malo ellos también instalarse por lugar tan atractivo.

Y a lo tonto a lo tonto ochos siglos que estuvo la cosa más que movida entre moros y cristianos (con los judíos como invitados a los que canearon ambos), tras el desmantelamiento del reino visigodo, y el comienzo de un juego de tronos que no hay culebrón televisivo que lo supere. Desde Pelayo en Covadonga con «treinta asnos salvajes», que dijeran las crónicas andalusíes, hasta que Boabdil tuviera esa llantina por perder Granada en 1492, iban a proliferar casi tantos reinos cristianos, todos creyéndose herederos del perdido en manos de los musulmanes (Asturias, Galicia, Pamplona, León, Aragón, Castilla…), como cambios habrá en el Valiato de al-Ándalus con su capital en Córdoba. Emires que acabarán siendo califas, con unos Omeya que tendrán que vérselas con ellos mismos (¡que se creían que se iban a librar de las costumbres locales!), hasta que acabaría diluyéndose el que llegara a ser pujante califato, en 25 taifas nada menos. Con los cristianos dándose entre ellos, pero cada vez más unidos a base de matrimonios, y ellos más débiles incluso por su flanco sur, donde más que amigos venían también enemigos, España iba camino de ser las Españas. Pero cristiana e imperial.

Un imperio como el que no quiere la cosa. Porque aunque esa idea imperial estuvo en la mente de alguno de los reyes medievales, como Alfonso VII de León, y con tal título sólo lo ostentará un señor de Gante llamado Carlos, primero de su nombre en España y V por Alemania, los Católicos reyes que mencionamos al principio, no sólo iban a terminar aquella restitución o restauración del añorado reino godo más o menos unido (¡que no unificado!), lo que un tal Modesto Lafuente llamara «Reconquista» por el siglo XIX, vaya, sino que no seguirían yendo al sur con toda la fuerza que pensaban, devolviendo la visita de hacía ocho siglos de aquel moro Muza y su lugarteniente Tariq, sino que Isabel le hace caso a un tal Cristóbal Colón, por aquello de ir a por las especias ya que no hubo manera de restituir a Portugal en el proyecto común, y yendo a por ellas, ¡que nos encontramos con otras islas y tierra firme! Unas que no tenían nombre y con muchos más súbditos que hacer y cabezas que evangelizar, que en esto estaba emperrada la Reina. Y aquella España se puso a descubrir (y a conquistar con sangre y fuego, como se hacen las conquistas), como si no hubiera un mañana o el mundo no fuera suficiente.

Ese sería el lema de quien inicia la monarquía de una España que se convierte en imperio sin emperador, que reina sobre las Españas, y convierte el mundo en global comerciando con la China a través del Pacífico. Y tras Felipe II, la dinastía de los Austrias durante dos siglos hace del mundo el lugar donde el aspa de Borgoña se pasea victoriosa con Tercios, pero también dando lugar a un Siglo de Oro donde se van sumando nombres de literatos como Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón, o de escultores y pintores donde uno estará seguramente en el pódium de toda la Historia universal: Diego de Silva y Velázquez. Pero esa joya de la monarquía mundial acaba en, podemos decir, la primera guerra verdaderamente mundial: la Guerra de Sucesión. Nueva dinastía que se fundamenta sobre la legitimidad de la anterior, y la familia Borbón da paso a un siglo fascinante, el XVIII, donde la Marina ilustrada es el ejemplo que seguir, y donde se alcanza la máxima extensión territorial. Con nombres como los de Jorge Juan, Luis de Córdova, Antonio Barceló, Blas de Lezo, Bernardo de Gálvez, Bustamante, Gravina, Balmis… ¡Vaya un siglo para los que dicen que fue de decadencia!

Aunque la entrada en el XIX tuvo como protagonista a la gran enemiga de España, Francia, y a su gran rival, Inglaterra, que tuvieron la ocasión de dejarla como un solar tras una guerra que unos llamaron peninsular, otros de Independencia, y que comenzara en 1808. Un siglo tumultuoso como estaba ocurriendo en todo el mundo, que en España se cierra con guerras carlistas, expulsiones y restauraciones borbónicas, una revolución gloriosa que trajo por dos años la dinastía de los Saboya, y por otros dos una primera república enfrentada entre federales y unionistas, con la Guerra de Cuba de por medio, y con la realidad de que nada podría ya ser igual. El mundo ya no lo era, y esa España que comenzara el siglo viendo cómo sus territorios americanos se emancipaban, lo terminará con los estertores imperiales de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Una España metida en guerras africanas y en digerir crisis internas que un rey como Alfonso XIII, que tan buenos augurios prometía, los dilapidará entre ruidos de sables y la proclamación de una segunda república que, sabiendo lo que quería ser contrariamente a la primera, no supo contener ni contentar «a los hunos y a los hotros», que dijera Unamuno, y tras un «no es esto, no es esto» orteguiano, un golpe de Estado acabará con ella tras tres años de guerra civil de esas que ya vemos que no nos terminamos de quitar de encima tras dos mil años.

Casi cuarenta estuvo el régimen autárquico de un general que regía un reino sin rey, Jefe de un Estado cuya ideología cambiaba a medida que pasaban las décadas, pero que mantenía una realidad: la franquista. Porque se puede decir todo de Franco, menos que no fuera fiel a sí mismo. Y aunque quisiera dejarlo todo atado y bien atado, desde el propio régimen surgirá la fórmula para marchar hacia una transición democrática yendo de la Ley a la Ley. Que la legitimidad no puede serlo si no es legal, o existe el marco que la refrende. Y refrendada fue por el pueblo español al año de morir en el poder un militar que recogió, a su modo, la de aquellos espadones decimonónicos, con una aplastante victoria para llevar a cabo la Reforma Política. Que no la querían, ni aquellos del bunker derechista, ni las izquierdas nacionalistas aferradas a taumaturgias mitológicas, asesinando a centenares en plena democracia. La Historia suele estar regada de sangre a lo largo de los siglos y de los acontecimientos, por muy ilusionantes que parezcan ser. El proyecto de la España moderna con una monarquía parlamentaria donde la nación es soberana y el pueblo proclama al Rey mediante sus representantes elegidos en Cortes, es el penúltimo episodio de una España milenaria que, tal vez, no lleguemos a ponernos de acuerdo desde cuándo exista, pero que sin duda es una realidad a la que estudiar leyendo y estudiando su Historia. Y disfrutando con ella.

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