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Respuesta a “La historia de la Historia de España en 1818 palabras” de Javier Santamarta

España es un concepto y una construcción histórica. Pudo no ser así. Antes de iniciar un breve repaso por la Historia, que sin duda será selectivo y dejará mil historias en el tintero, cabe deshacernos de prejuicios, sesgos presentistas y visiones teleológicas. La Historia fue la que fue, o más bien la que construimos que fue, buscando fuentes, analizando, interpretando en cada contexto, con nuestras circunstancias, metodología y honestidad. Y ¡ojo! Están las cunetas de los caminos, donde quedaron historias que pudieron hacer transitar a la Historia por otro camino. Hechas estas prevenciones, ¡al lío!

¿Desde cuándo podemos hablar de España? Pregunta del millón, objeto de debate historiográfico porque se reflexiona sobre Estado, Nación, nacionalismo, identidades en todas las historiografías desde que en el siglo XIX se escribieran historias nacionales. Para Modesto Lafuente, en su magna obra, españoles eran desde los numantinos y saguntinos que resistieron a romanos y cartagineses hasta los de sus tiempos decimonónicos, unidos por la seña identitaria de la belicosidad hispana. Pero era una historia de su tiempo, es decir, esencialista.

Desde el término geográfico antiguo y medieval de “Hispania/España” hasta el Estado-nación de la España contemporánea, tal y como la entendemos hoy, hay un trecho y muchos vaivenes. En la Hispania romana, dividida en distintas provincias, la población local (celta o íbera) aspiraba a conseguir la ciudadanía romana, bien colectivamente, bien individualmente, por el estatus, beneficios y derechos que otorgaba. Aquello era una parte de Roma, fuera república o imperio, y sus habitantes aspiraban a ser romanos. Después, los visigodos intentaron dominar toda Hispania, toda la península ibérica, en pugna con suevos, vascones, bizantinos e incluso francos. Lo consiguieron por breve tiempo, aunque de forma inestable, mirando siempre el ejemplo de la Roma pasada y la presente asentada en Constantinopla. Tras ellos, el dominio islámico, Al-Andalus que se asentó sobre buena parte del territorio peninsular, con una población muy hispanorromana todavía que, en buena medida, se convirtió del cristianismo católico o rescoldos arrianos a un islam que todavía no difería en demasía.

Así, la Edad Media peninsular se dividirá en zona andalusí al sur y cristiana al norte, con intercambios, alianzas y también guerras, atizadas por el ideal de Cruzada y la expansión de la sociedad feudal desde el siglo XI. No pocos reyes y reinas buscarán legitimación en el reino de los godos, se intitularán propagandísticamente como emperadores de toda Hispania y declararán la guerra santa con base a ello, como paladines del pasado gótico y de la Cristiandad para sus fines, extender sus reinos y principados patrimoniales, fueran Asturias, León, Castilla, Navarra, Aragón o Barcelona. Casas en pugna, líos dinásticos, cosas de familia, poder, ideología y territorios. Y acabaron tomando la Granada nazarí. Dos reyes de las coronas de Castilla y Aragón, en una unión dinástica que sometió, al menos por un tiempo, a las díscolas noblezas de cada corona, guerras civiles mediante. Poco más tarde incorporaron Navarra y las tierras descubiertas y por descubrir allende el Atlántico, que tras la conquista se institucionalizaron en nuevos reinos de Indias agrupados al rompecabezas territorial sobre el que reinaban los reyes.

La unión dinástica de Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla fue frágil. En unas circunstancias políticas explosivas, con intrigas, testamentos varios, herederos fallecidos de Isabel de Castilla y de Germana de Foix, rebeliones y alguna carambola más del destino, una pluralidad de reinos, principados y señoríos recayeron en 1516 en la sien de un joven Carlos de Habsburgo que, dinero mediante, sería emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, el único Imperio cristiano en la época. Carlos V se pasó su vida de un lado a otro, con su corte itinerante por sus territorios patrimoniales, heredados o conquistados, en una monarquía compuesta muy de su tiempo en el formato, extraordinaria en sus dimensiones.

Sería su hijo Felipe II quien, al heredar los reinos peninsulares y establecer su corte permanentemente en Madrid, castellanizaría la monarquía, proseguiría la institucionalización y burocratización de la misma, con sus Consejos, secretarios, virreyes y Cortes. Nacía en 1556 la Monarquía de España. Y fundamental en ella fueron las ciudades, con pujanza política y económica, representación en Cortes, aun mermadas en la Corona de Castilla tras la derrota de los Comuneros años atrás. Los municipios de las coronas castellana y aragonesa, de Europa, la Nueva España y el Perú hicieron de enlace fundamental en el desarrollo del aparato administrativo de la Monarquía de España, a la vez que ejercían de contrapoder, en lo que era un sistema policéntrico.

Las guerras religiosas y dinásticas asolaron la Europa de las dinastías en la que la Cristiandad había estallado en pedazos. Eso consumió numerosos recursos de la Monarquía de España, en la que su cabeza quería mantener sus estados patrimoniales en Flandes o ayudar a sus parientes de Viena. No hubo decadencia, ni Austrias Mayores y Menores, hubo cambio, como es la Historia, con sus crisis y recuperaciones. En una de esas hubo una internacional Guerra de Sucesión Española, que también fue conflicto civil, en el que Felipe V de Borbón conquistó el trono. De esta forma, el siglo XVIII vio reformas y continuidades, resurgir español en el panorama internacional e Ilustración a toda vela. Fue el momento del “estado fiscal-militar”, en el que la Monarquía a través de la Armada y el Ejército profesional movilizaba amplios recursos, establecía una logística, ampliaba su aparato burocrático, dinamizaba la economía, ampliaba su poder. Además, Felipe V había finiquitado la Corona de Aragón como institución política. No así la foral Navarra y provincias vascas; él y sus sucesores reorganizaron el Ejército e impulsaron la Armada; el regalismo restó poder a la Iglesia, Carlos III expulsó a los jesuitas y apretó las tuercas fiscales a los criollos hispanoamericanos; y la nobleza se afianzó en disputas cortesanas.

De ese poso de ampliación y expansión del poder monárquico, de creación de un cuerpo de oficiales administrativos, de cambio conceptual en la Ilustración, de identidades de los reinos que cada vez se identificaban más con la Monarquía de España… Saldría la nación española. La chispa que daría forma como estado-nación a España surgió de la vorágine de acontecimientos desarrollados con la imprevista crisis de 1808 y el consiguiente vacío de poder. La invasión napoleónica de España provocó un levantamiento, guerra y revolución. Las Cortes reunidas en la Isla de León el 24 de septiembre de 1810 declararon que la soberanía residía en la Nación española, libre e independiente, no pudiendo ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Así quedó también reflejado en la primera Constitución, la de 1812. Con ella se ensayaría una nación imperial de ambos hemisferios, que propugnaba la igualdad y derechos de los ciudadanos españoles fueran de México, Caracas, Granada, Lugo, Soria o Huesca. Siempre que fueran hombres libres, claro. La Monarquía se podría haber hecho nacional, constitucional y federalizante. Pero no fue así, la contrarrevolución se puso en marcha con Fernando VII. Sin embargo, asumió el discurso nacional, a su manera.

Hubo que esperar a la Revolución Española de 1836 y la consiguiente Constitución de 1837 para que se estableciera el Estado-nación español constitucional, radicado en suelo europeo y las Canarias, dejando Cuba, Filipinas y Puerto Rico al margen con leyes especiales. Ese Estado-nación constitucional, con cambios políticos, se mantendría hasta 1923, perdiendo por el camino las islas americanas y asiáticas, metiéndose en una desastrosa guerra colonial en el Rif. En 1923 quitaron a España el constitucionalismo, recuperado en 1931 con la II República.

Pero, un momento, en ese largo XIX ¿quiénes fueron artífices de la construcción del Estado-nación? Además de escritores como Modesto Lafuente y pintores de Historia, un boom en la segunda mitad del siglo, políticos, militares, o ambos, municipios otra vez y clases populares.

  • Los diputados de las Cortes de Cádiz. Elaboraron la primera Constitución que declaraba la soberanía nacional. Ensayaron una nación de ambos hemisferios con libertades y representación. Fueron los “padres fundadores” de la Nación. “Españoles, ya tenéis patria” dijo Argüelles.
  • Los afrancesados. Más allá de 1813, fueron los fundadores de la Administración. Especialmente en la última etapa del reinado de Fernando VII, “paradójicamente”. Las provincias se las debemos a Javier de Burgos, por ejemplo.
  • Los poderes locales. Venían de una tradición de fueros medievales, de negociación y contrapoder con la Monarquía policéntrica. Entre 1808 y 1873 fueron esenciales para hacer la Revolución en España (las juntas) y para el despliegue del Estado.
  • Juan Álvarez de Mendizábal y Alejandro Mon. Uno progresista y otro moderado. Sentaron las bases de la Hacienda Nacional, la economía necesaria para el despliegue del Estado. El primero con desamortizaciones que dieron edificios públicos, liquidez y posibilitaron vencer a la contrarrevolución. El segundo estableciendo un sistema fiscal duradero.
  • Baldomero Espartero y Jacinta Martínez de Sicilia, Duques de la Victoria. Él fue el general victorioso frente a la contrarrevolución y defensor del sistema constitucional. Ella fue su consejera y financió a sus soldados en momentos críticos. Sin ella Espartero habría fracasado.
  • Las clases populares. Hombres y mujeres que se rebelaron contra la tiranía napoleónica, tomando unas armas que ya no soltaron hasta 1874. Las usaron luego para hacer la revolución.

El Estado se desplegó con la Nación en ese largo siglo XIX en líneas similares a otros homólogos occidentales. Nada excepcional, con particularidades, sí, pero como todos. Guerras civiles por el control del Estado-nación, un liberalismo triunfante, una progresiva expansión capitalista, tensiones sociales, culturas políticas que iban desde el republicanismo más democrático y social o el movimiento obrero a la contrarrevolución acérrima, pasando por varios tipos de liberalismos, en una variada paleta de colores de una época de utopías, horizontes de expectativas, ensayos donde todo se veía posible.

En el siglo XX España sí que vivió dos peculiaridades. Por un lado, su no intervención en la Primera Guerra Mundial, pero a efectos prácticos vivió su impacto, entrando en la convulsa Europa de Entreguerras, donde cayeron las democracias ante totalitarismos, también la II República Española, derrotada en la Guerra Civil de 1936-1939 por las fuerzas sublevadas en 1936 y ayudadas por la Alemania nazi y la Italia fascista. Por otro lado, la segunda singularidad fue que la dictadura franquista sobreviviera a 1945, cuando los fascismos eran derrotados en la Segunda Guerra Mundial. Las fachadas con las que se recubrió Franco para mantenerse en el poder y el contexto internacional de la Guerra Fría lo posibilitaron, a costa de la hambruna y la represión en España.

El final de la dictadura vino de la muerte del dictador, el contexto occidental de democracias liberales, el empuje de la oposición franquista (fundamentalmente el PCE), el olfato político y el pragmatismo o voluntad de algunos personajes, y los movimientos sociales en las calles. Así se hizo una Transición no exenta de fricciones, con muchas negociaciones, concesiones y cesiones. La Constitución de 1978 hizo de España “un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

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