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Hay algo en esa escena —la sangre, el humo, la mirada herida pero firme de Martín Álvarez— que no permite simplemente “verla”

Ante el cuadro Mi Bandera, de Ferrer-Dalmau, el tiempo se detiene. Hay algo en esa escena —la sangre, el humo, la mirada herida pero firme de Martín Álvarez— que no permite simplemente “verla”. Hay que sentirla. Hay que rendirle silencio.

El granadero yace rodeado de enemigos, herido, casi deshecho… y, sin embargo, abrazado a la bandera. La sostiene no como un trapo, sino como quien protege un corazón que late por todos. En aquella cubierta desbordada de pólvora y acero, Álvarez no defendía solo un paño rojo y gualda: defendía siglos de historia, de gloria y sacrificio, defendía los nombres de su madre, su tierra y sus hijos por venir.

No murió. Aunque lo creyeron cadáver, seguía vivo. Porque hay actos que, aunque parezcan el final, son el principio de una memoria colectiva.

Esa bandera —la suya, la nuestra— no solo ondea al viento por azar. Ondea porque hombres como él decidieron que no caería. Y hoy, al contemplarla, entendemos que no es propiedad de una institución ni de un momento. Es una herencia que nos corresponde cuidar, respetar y, si llegara el día, proteger con la misma dignidad.

Porque los símbolos no viven del pasado. Viven de lo que hagamos hoy por merecerlos.

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